Es
invierno. Hace frío. Siento las manos heladas. El año pasado se rompió la
estufa que teníamos, y la que compré este año en una tienda de ocasión online
es pequeña y de tan poca potencia que no sirve ni para calentar el dormitorio.
¿Por
qué será que siempre me da por escribir sobre mis pensamientos como sumisa
cuando es bien entrada la madrugada?
Hoy
la luna está en fase de cuarto creciente. Siempre que la veo así no puedo evitar
imaginarme al gato de Chesire, el filósofo amigo de Alicia, oculto por el manto
de oscuridad que lo rodea, mostrando únicamente su sarcástica sonrisa.
Hoy
quiero hablar de las sombras. Bueno, en concreto de la mía, que es la que más
conozco, más a mano tengo y siempre va conmigo.
Antes
que nada debo decir que no solo soy sumisa, también recorro otros caminos.
Siempre he anhelado poder conseguir transmutar mi oscura alma maldita en luz
tan pura que sea cegadora.
Hubo
una época, al principio de mi camino, en que estaba del todo segura que a
través del BDSM se podía conseguir la iluminación… un estado extático más allá
de la realidad. Puede sonar a fantasía, pero investigando un poco encontré
mucha información al respecto, sobre los mártires cristianos, o los faquires indios,
que conseguían llegar a estos estados alterados de la consciencia a través de
duros ayunos e infinitas y sangrantes penitencias, en los que eran capaces de
soportar sin problema las más duras pruebas físicas, como clavarse clavos en las
manos, sin sentir dolor.
Haciendo
un paralelismo más o menos directo, podríamos entender que una sumisa, guiada
por un buen Amo que sepa lo que esté haciendo, pueda llegar a llevarla a
semejante estado en el que… yo que sé… le ponga un piercing en el pecho y ella
ni lo note. Aunque eso sería solo la punta del iceberg. Cuando hablo de
iluminación me refiero a un estado mental todavía más distante y elevado.
Pero
me estoy yendo por las ramas.
El
asunto aquí son las sombras. La mía. Empecé a trabajar con ella hace bastantes
años ya.
Es
curioso, porque al principio la veía como un enemigo al que había que eliminar.
Luchaba contra ella, contra mis impulsos más oscuros y tenebrosos. La evitaba.
La dejaba de lado. La ninguneaba. Le salté a la yugular e intenté destriparla.
Unos
años más tarde, comprendi que no debía luchar
con ella, ni intentar destruirla. Eso era una completa locura. Mi sombra era
parte de mí. Es más, la creaba yo misma con mi silueta a contraluz. Así que la
única forma de destruirla a ella, era destruyéndome a mí misma. Como dije, una
locura.
Fue
por aquel entonces que empecé a mirar a mi sombra (la que todos tenemos a
nuestros pies) y la identifiqué con esa parte de mí que hasta ese momento tanto
había aborrecido. Entablé una amable conversación con ella. Me disculpé por
haberme comportado de manera tan torpe. Iniciamos una nueva relación, de buenas
amigas, en la que yo procuraba complacerla en todos los aspectos que me fueran posibles,
y ella prometió actuar siempre en beneficio de ambas.
Le
otorgué tanta vida a mi sombra, que incluso me sentía acompañada por ella
cuando salía a fumar el cigarrito de media tarde.
Más
adelante le
cerré a Ella las puertas de mi alma.
Y
volví a comportarme como antaño. Ya no hablaba más con ella. La dejaba de lado.
La ninguneaba… pero algo andaba mal. Ella no se resistió. No presentó batalla
en ningún momento. Sencillamente aceptó su derrota y se marchó.
Hoy
en día sigo saliendo a fumar al mismo parque que entonces, a la misma hora, y
sigo mirando esa silueta recortada en el suelo a mis pies… pero cada vez se me
antoja más gris, menos oscura. Noto el frío helado que ha dejado su ausencia en
mi corazón, y me entristece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario