sábado

Maite. Secuestrada en Egipto. Cap 02.

Aquella noche lo pasé fatal. Mi secuestrador se tumbó encima de las mantas, apagó la luz y se puso a dormir. Yo seguía con las manos atadas a la espalda y la cadena de hierro amarrada a mi cuello por un frío collar. Intenté librarme, pero todos mis intentos fueron inútiles.

No podía dormir. No paraba de pensar qué pasaría conmigo. ¿Volvería a abusar de mí este viejo gordo cuando se despertase? Esperaba que no. Su polla me daba mucha repulsión. Solo de pensarlo me volvían las arcadas... ¿y con quién había estado hablando por teléfono? ¿y por qué me miró de aquella manera sonriente mientras lo hacía?

Conseguí conciliar el sueño ya de madrugada y dormí de una forma muy pesada.

Al día siguiente una patada en el costado me despertó. Al principio me sentí muy desorientada, pero pronto recordé los sucesos del día anterior y un nudo de terror se instauró en mi estómago, subiéndome al pecho.... «tranquilízate» me dije a mi misma, respirando profundamente... solo faltaba que me diese un ataque de ansiedad allí, en medio de la nada y con ese degenerado... uf...

El tipo, que estaba de pie a mi lado me mostró la cantimplora, y con una sonrisa de lo más cínica, me dijo, con un extraño acento, mientras se sacaba de nuevo el aparato del pantalón.

«¿Tienes sed, rubia?»

Y como el día anterior no puse resistencia. Estaba nerviosa y cansada, y de momento no me había hecho daño. Me aterrorizaba la idea recurrente de que me rajaría el cuello y enterraría mi cuerpo en ese inmenso desierto, donde nunca nadie me encontraría. De momento, si accedía a chupársela, tenía alguna posibilidad de sobrevivir. Lo que me extrañaba es que se conformase con eso. No es que lo estuviera deseando. Pero me preguntaba ¿por qué no me había violado ya? Cada vez tenía más claro que este hombre solo era un intermediario, que quien fuera con quien hablara por teléfono vendría a buscarme, de un momento a otro.

Ya no pude seguir con mis cavilaciones, pues el taxista me metió su gran miembro en la boca, y esta vez, en lugar de follarme a lo bestia y correrse, le dedicó un buen rato a meter y sacar lentamente su aparato en mi boca. Me exasperaba la lentitud con que lo hacía. Metía la polla muy lentamente hasta que la punta de su capullo tocaba mi campanilla y la sacaba igual de despacio... otra vez adentro despacito... y a fuera... y cada vez sentía como iba creciendo más y más su polla en mi boca, yo intentaba respirar como podía.

No se cuánto rato estuvo así... a mí se me hizo eterno. Y ese hedor que desprendía... a semanas de no ducharse... agh... dentro... fuera... dentro... fuera... y por fin descargó su amarga leche espesa en mi boquita. Tragué como pude y se la limpié, pues no la sacaba de mi boca, hacía movimientos circulares, restregándomela por toda la cavidad interior... qué asco de verdad. Luego me dio agua a beber, que sabía a su corrida, pero me dio igual... tenía tanta sed.

No pasó mucho rato hasta que oímos acercarse un coche. Por la entrada de la cueva apareció un corpulento negro. Era grandioso, ancho de espaldas, como un guardaespaldas o un militar, tenía la mirada muy dura. Se me erizaron todos lo pelitos de mi cuerpo... ¿ése era el hombre que me había comprado? Yo soy más bien pequeñita, si ese tipo lo tenía todo del mismo tamaño me iba a desgarrar por dentro. Pero lo que más me asustaba era su mirada, fría como el acero.

El negro y mi secuestrador hablaron un rato. Luego el recién llegado se acercó a mí, me agarró del brazo para ponerme en pie y empezó a inspeccionarme, como si yo fuera una yegua y él el ganadero que iba a la feria a buscar la mejor hembra. Sentía tanto miedo... terror diría yo... que me quedé absolutamente paralizada cuando empezó a tocarme.

De un solo golpe abrió mi camisa, rompiendo todos los botones. Mis pechos quedaron entonces a la vista, cubiertos por un semitransparente sujetador blanco. Luego sus manos se pusieron a ambos lados del liviano pantalón y me lo bajó de golpe, dejándolo tirado en el suelo. Fue cuando puso sus rollizos dedos en mi boca para verme los dientes cuando entendí que sus tocamientos no estaban siendo sexuales, de momento, solo miraba el género.

Cuando ya me tuvo casi desnuda, solo con las braguitas (blancas a conjunto), y la camisa rota abierta enseñando mis más que generosos pechos, el negro me volvió a coger fuerte por el brazo y hizo que me diera la vuelta. Sentía la mirada de ambos hombres clavada en mi trasero... volvió a girarme... sus ojos revisan mi cuerpo de arriba abajo no dejándose nada.

Y finalmente se aparta de mí, para volver a hablar con el taxista árabe. La conversación duró más bien poco. Luego vi cómo el negro le daba al otro hombre un sobre, que, por la forma, supuse que estaría repleto de billetes.

Entonces el taxista me libró de la cadena que me tenía atada a la pared de la cueva y me desató su cinturón de las manos. Acaricié mis muñecas doloridas. En seguida el negro se acercó a mí, y sin mediar palabra me puso otro tipo de ataduras, me recordó al tipo de esposas que ponen a los presos, un collar metálico del que caen unas cadenas que por un lado se atan con esposas a las muñecas (ahora por delante) y por otro a los tobillos, impidiendo que pudiera salir corriendo.

El negro me sacó a empujones de la cueva. La luz del sol me cegó por un momento. Me hizo sentar en el asiento del copiloto de un todo terreno negro y él se sentó a mi lado. Antes de arrancar me miró fijamente y me preguntó algo que no entendí, entonces sacó una botella de agua del asiento de atrás y me la puso en los labios. Bebí con deleite, agradeciendo a los dioses que por esta vez no lo hubiera tenido que pagar con una mamada.

Cuando estuve saciada tiró la botella en el asiento y arrancó el coche. Estuvo conduciendo varias horas seguidas por aquel maldito desierto. Yo iba mirando por la ventana... el paisaje era tan monótono. Jamás de los jamases sería capaz de encontrar el camino de vuelta a casa, cada vez estaba más convencida de ello.

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