El
jefe “Águila blanca” y el resto del poblado celebran el rito de paso de niña a
mujer de su hija menor “Venadito”. De pronto “Serpiente negra”, su vil hermano,
irrumpe en el poblado acompañado de su sádico hijo Yaotl, y sus hombres,
masacrando a los habitantes y ejecutando una cruel venganza sobre la familia de
su hermano.
Esta historia ocurrió hace muchísimo
tiempo, en la región de Mesoamérica. Mucho antes que esa tierra fuera
colonizada por invasores españoles. Antes incluso que Teotihuacán, una de las
más importantes capitales indígenas de la región, fuese construida. En una
época muy temprana del hombre, cuando por causa del clima se habían extinguido
los grandes animales de caza, y los indígenas tuvieron que aprender a cambiar
su forma de sobrevivir, pasando a cazar pequeñas presas y a descubrir la
agricultura, y la doma de los primeros animales. En aquella región los habitantes eran
habitualmente de piel morena, pelo lacio y negro, y ojos color azabache.
Nos hallamos en un pequeño poblado
perdido en la densa selva. Por aquel entonces el jefe de dicha aldea se llamaba
Itzcuauhtli, que significa “Águila blanca”. Ese líder era un hombre firme,
honorable, un valiente luchador. Todos en su poblado, y a los alrededores le
conocían y respetaban. El jefe vestía una túnica con capucha de plumas enormes
e inmaculadamente blancas, lo que provocaba una visión impresionante. En su
mano derecha sujetaba una larga y gruesa lanza de madera completamente blanca
más alta que él, y de la misma y rara tonalidad era la piedra que componía la
flecha que había en el extremo superior de la misma y las plumas que decoraban
su base. Esos materiales no estaban pintados, eran así al natural, y por su
escasez eran muy valorados y se les atribuía poderes místicos.
Ese día en concreto, “Águila blanca”
tenía motivos para sentirse feliz, pues Mazatzin, su hija menor, llamada “Venadito”,
una niña delgada y grácil, había comenzado a sangrar, y esa noche toda la aldea
celebraría el paso de la menor de sus hijas de niña a lo que se consideraba
toda una mujer en esa época remota de la historia. Itzcuauhtli estaba sentado en su asiento de
pieles, y no le prestaba demasiada atención a los preparativos del festejo en
los que estaban ocupados todos en el poblado.
“Águila blanca” se acarició la mejilla
izquierda, donde lucía una fea cicatriz. Recordaba cuando su mujer y madre de
sus dos hijas pasó por ese mismo ritual, tantos años atrás. Jatziri, su esposa,
provenía de algún lugar remoto más allá del mar, y era la única en todo su
poblado que poseía una vistosa y larga cabellera de una tonalidad rubio claro
precioso, que relucía con el sol, y que conjuntaba con sus curiosos orbes azules
celestes, tan distintos a los azabaches más comunes por la zona. Su piel era pálida
y muy suave.
Su hija menor Mazatzin “Venadito”, cuya
figura era muy delgada y sin curvas, pues todavía no estaba desarrollada, poseía
rasgos físicos muy parecidos a los de su madre. Era una preciosa niña de ojos
celestes y de pelo rubio oscuro. Y poseía una preciosa y sensual pequita oscura
justo en medio de su mejilla izquierda, exactamente como su progenitora. La más
mayor de sus hijas, Eleuia “Deseo”, en cambio tenía orbes y color de pelo de un
castaño oscuro, más parecidos a los de la gente de la tribu. Su cuerpo de joven
mujer poseía las más voluptuosas curvas.
Jatziri, la mujer del líder, poseía un
aura propia de belleza sublime, rasgo que ella había compartido con su hermana
menor Ameyaltzin, tan rubia y pálida como ella, que era a su vez su cuñada, es
decir que estaba casada con su hermano mayor. De pronto el corazón del bravo
guerrero se inundó de dolor, cuando recordó un oscuro y tormentoso momento de
su pasado, que trató de alejar rápidamente de su cabeza.
Estaba atardeciendo. La joven “Venadito”
había pasado el día con Jatziri, su madre, y con Eleuia, su hermana mayor. Las
mujeres habían lavado a consciencia a Mazatzin. Luego, le habían pintado con los
dedos su delgado cuerpo con símbolos rituales, dibujándole largas líneas de
tonalidades azules y blancas por su rostro, espalda, por sus pechos
incipientes, que la cría llevaba descubiertos, como hacían habitualmente las
hembras de la tribu, y también pintaron sus finas piernas. Eran símbolos
protectores que usaban las chicas en su rito de paso a la edad adulta como
mujer. Para que los malos espíritus en los que creían, como en creían en el sol
o en la luna, no entraran dentro de ella y la maldijeran de por vida.
Jatziri y Eleuia aparecieron con la pequeña
Mazatzin en la plaza central de la pequeña aldea. Al igual que el resto de las
mujeres, ellas llevaban sus pechos al aire sin vergüenza. La orgullosa madre
lucía una especie de falda larga hasta casi tocar el suelo, tonalidad verde
turquesa, el color de la realeza, y un collar de cuentas de varias tonalidades
del mismo color. Se había hecho un peinado típico, con una coleta alta, dejando
una especie de moñito redondo en la coronilla y luego su pelo rubio caía lacio
por en medio de su columna hasta más allá de su cintura.
Su hija mayor Eleuia, en cambio, se había
puesto una falda bastante más corta, y de color rojo vivo, el que llevaban las
hembras en edades casaderas y solteras. Para resultar todavía más llamativa,
“Deseo” se había pintado sus labios y pezones de carmín fogoso, al igual que
las espirales cuadrangulares que lucía pintadas de rojo en todo su cuello. “Deseo”
se había peinado toda su hermosa melena castaño oscuro suelto y de lado, por
encima del hombro. Eso provocaba que su propio pelo ocultara a ratos uno de sus
pechos, dejándolo al descubierto dependiendo de cómo se moviera, lo que
resultaba de lo más morboso a los hombres de la tribu. Tres grandes flores
rojas coronaban aquella obra maestra.
La pequeña Mazatzin por su lado, cubría
la mitad inferior de su delgado cuerpo infantil con una falda blanca por las
rodillas, y llevaba un collar de plumas del mismo color, significado de su
pureza. Su melena rubia oscura, peinada con la raya en medio, caía suelta por
debajo de sus hombros.
Itzcuauhtli presidía la ceremonia, junto
al brujo de la tribu y la sacerdotisa. Los tres estaban situados frente a la
alta estatua de piedra con forma natural de círculo con un orificio central. En
frente en el suelo las mujeres de la tribu habían hecho una enorme alfombra de
coloridas flores amarillas rojas y verdes, con formas geométricas sagradas,
como ofrenda al Dios por el ritual. “Venadito” poco tenía que hacer, más que
quedarse quieta y ver cómo avanzaba aquel ritual. Lo más importante era lo que
sucedería a continuación. La verdadera prueba de valentía que la convertiría en
una mujer de pleno derecho.
Ya entrada la noche, Mazatzin fue llevada
por la sacerdotisa, su madre, su hermana y acompañada del resto de féminas de
la aldea, a una cabaña que había algo lejos del poblado, en lo alto de un
promontorio. Entró por su propio pie, cerrando la puerta sin mirar atrás, como
habían hecho todas esas mujeres que la acompañaban antes que ella, generación
tras generación. Esa era la verdadera prueba. Tenía que pasar allí sola esa
noche, mientras los habitantes de su poblado disfrutaban del festivo evento.
La celebración continuaba en el poblado.
Un rato después, los adultos mandaron a los más jóvenes a dormir. Era tarde y
la fiesta ya la iban a terminar ellos solos, bebiendo, bailando y follando con
sus parejas, como acto de ofrenda a la vida.
En vez de irse a dormir, Eleuia, la
hermosa hermana mayor de Mazatzin, se escabulló en silencio entre las sombras y
fue a la cabaña de lo alto del promontorio. Las paredes estaban hechas de finas
ramas irregulares, lo que dejaba muchos huecos entre ellas.
-Eh,
“Venadito” ¿estás bien? – le preguntó la mayor, susurrando.
-Esto
da un poco de miedo, pero estoy bien
– respondió Mazatzin, acercándose donde estaba su hermana.
Eleuia metió la yema de los dedos por
entre las ramas, y su hermana los cogió con su mano más pequeña. Se quedaron
así, en silencio, dándose puro amor la una a la otra.
De pronto, se escucharon unos gritos que
provenían del poblado. Pero la espesa maleza, y la oscuridad reinante, dejaban
más bien poco a la imaginación.
-¿Qué
está pasando Eleuia? – le preguntó la
menor, muy preocupada.
-No
lo sé. No puedo verlo. ¡Tengo que irme Mazatzin! ¡No salgas de la cabaña por
nada! – “Deseo” se puso en pie y
salió corriendo - ¡Ahora mismo vuelvo
“Venadito”! – le prometió a su hermana menor.
La pequeña rubia se quedó sola en aquella
oscuridad. Podría haber salido de la cabaña, pues no estaba cerrada. De eso se
trataba. Las niñas no pasaban a ser mujeres si no superaban el reto de pasar
una noche a solas en aquel lugar solitario y alejado del poblado. Era su prueba
de valentía. De que valían para la sociedad. Si la hija menor del jefe del clan
salía de allí por voluntad propia antes de que el sol asomara por el horizonte,
una terrible catástrofe caería sobre ella y sobre todos los habitantes de la
aldea. Así que por mucho que la cría anhelase con todas sus fuerzas saber qué
estaba pasando en su querido poblado, el miedo a la maldición que la
acompañaría por el resto de su vida fue mayor que su curiosidad, y se quedó
dónde estaba.
Pasados unos minutos que para la Mazatzin
resultaron eternos, el griterío fue cesando.
-Eleuia
vuelve ya por favor... Eleuia vuelve... Eleuia... – susurraba, repitiendo el nombre de su hermana
mayor, casi a modo de mantra protector.
A continuación, se escucharon unos pasos
acercándose a la cabaña. Mazatzin gateó veloz por el suelo alejándose rápido de
la entrada y se quedó sentada con la espalda contra la pared más al fondo,
abrazándose las rodillas y encogida sobre sí misma. Había oído varias voces
masculinas. Ningún hombre de su tribu se acercaría a esa cabaña, sabiendo que
en ella se hallaba una muchacha en su ritual de hacerse mujer. Por el mismo
motivo que ella no había salido de la cabaña al escuchar los ruidos, por el
terror a las supersticiones de su pueblo.
De golpe y porrazo, alguien pateó con muy
mala hostia la puerta de la cabaña, y las ramitas que la formaban salieron
volando destrozadas. Mazatzin notaba el corazón en su pecho latiéndole
desbocado, tan rápido que resultaba ensordecedor a sus propios oídos.
-¡Mira
lo que tenemos aquí! ¡Un “Venadito!! ¡jajaja! ¡Ya sé lo que voy a cenar esta
noche! –
Quien dijo aquella barbaridad fue
Itzcoatl, el hombre conocido como “Serpiente negra”, que era ni más ni menos
que el hermano mayor de su padre “Águila blanca”, es decir, el tío de la
muchacha.
El padre de Mazatzin era un hombre algo
más grande que la media, de rostro amable y fuerte. Pero su hermano mayor en
comparación era mucho más grande, alto y fuerte. Tenía los músculos de todo su
cuerpo muy prominentes y marcados, cual culturista. Además, como pudo ver, el
hombre tenía tatuado en cara, brazos y piernas como simulando la piel de una
serpiente. Itzcoatl cubría su robusta anatomía con una capa negra como la
noche, atada a uno de sus hombros cual túnica griega. Un tocado de grandes
plumas azabache intenso decoraba su cabeza.
Junto a “Serpiente negra” estaba Yaotl,
el sádico de su hijo, que no tenía escrúpulos. De pequeños Mazatzin, Eleuia y
él habían jugado juntos muchísimas veces, y por lo que le había contado su
hermana mayor, sabía de la insana pasión de su primo por torturar animales.
Todos en kilómetros a la redonda temblaban con solo oír su nombre. Y a ese
carácter cruel y despiadado se le unía esa característica física única y
perturbadora que le hacía reconocible allá donde fuera. Yaotl sufría
heterocromía en sus orbes, el derecho negro como el resto de la tribu, pero su
ojo izquierdo estaba tintado con un tono azul celeste muy claro, frio como el
hielo, que no dejaba indiferente a nadie.
Yaotl, a diferencia de su padre, iba
prácticamente desnudo. Cubría su virilidad y sus nalgas con un taparrabos
compuesto por una cuerda atada a la cintura y dos pedazos de piel marrón oscuro
colgando por delante y detrás del burdo cinturón. Si bien esa era la escasa
ropa que vestía, en cambio lucía multitud de pendientes, collares y pulseras,
en cuello, brazos e incluso en las pantorrillas, con una gran variedad de
dientes y huesos de animales que él mismo había asesinado a sangre fría y por
mera diversión. Su pelo cortado a ras por los costados y más largo por en
medio, recordaba a los mohicanos. Además, se había limado sus dientes dejándolos
afilados, para un mayor aspecto fiero. Asía en su mano diestra un hacha de
guerra de empuñadura roja de dimensiones considerables, completamente manchada
en oscura sangre.
“Venadito” reconoció a su tío y su primo
por los tatuajes del primero y los ojos únicos del segundo, ya que era
demasiado pequeña cuando ellos se fueron. Y si la niña rubia no se alegró
demasiado de verlo era porque sabía que entre su tío y su padre había habido
algún tipo de discusión o desacuerdo tan fuerte, que “Serpiente negra” le dio
tal paliza a su progenitor que casi lo mata, y le dejó esa fea cicatriz en su
mejilla derecha. Sin dar explicaciones a nadie, Itzcoatl, su esposa Ameyaltzin
y su hijo Yaotl desaparecieron del mapa. Aquello había pasado diez años antes,
cuando Yaotl el sádico contaba con seis, y sus primas Eleuia y Mazatzin, eran
cada una dos y cuatro años menor que él. Hay que tener en cuenta que, en
aquella lejana época de la humanidad, el paso a la mayoría de edad era bastante
más temprano que en la actualidad.
-Yaotl...
tío… pero ¡¿Qué pasa?! ¡No podéis estar aquí! ¡¡Marchaos!! – gritó Mazatzin, erróneamente más asustada de la ira
de los Dioses que de “Serpiente negra”.
Itzcoatl soltó una fuerte carcajada y
replicó:
-¡Jajajajaja!
Que no puedo estar aquí dice el venadito ¿Las has oído, Yaotl? ¡Jajaja! – se dirigió a su hijo.
El silencioso primo de la cría se acercó
de dos zancadas a ella y la agarró con muy mala hostia de los pelos, tirando de
ellos con saña y sacándola a rastras de la cabaña donde ella realizaba su
iniciación a la madurez. Mazatzin gritaba desconsolada, y trataba de escapar del
sádico de orbes bicolor clavándole las uñas en el dorso de la mano y pataleando
con todas sus fuerzas.
-¡Suéltame
Yaotl! ¡Déjameeee! –
Los gritos de la muchacha cesaron de
golpe en cuanto llegaron al que había su hogar. El poblado estaba completamente
arrasado. Más de la mitad de las endebles cabañas habían sido destruidas. La
mayoría de sus habitantes yacían muertos sobre el suelo, manchándolo con su
sangre de tonalidad carmesí oscuro. Mazatzin sintió caer gruesas lágrimas de
sus ojos. No era capaz de entender nada.
-Itzcoatl
basta... ¡hermano te lo suplico! –
era Itzcuauhtli “Águila blanca” quien hablaba, con la voz ronca y rota por el dolor.
El jefe del poblado había sido derrotado
por el enemigo, el clan de su propio hermano, que les doblaban en número y en
barbarismo. Justo en medio del poblado, en frente de la estatua circular,
Itzcuauhtli había sido colgado de la firme rama de un árbol, con los brazos
completamente abiertos y clavados al tronco con varios puñales que atravesaban
su carne y su piel por siete puntos distintos. Puesto de aquella forma, con la
capa de plumas blancas que llevaba puesta, parecía realmente un “Águila blanca”.
O más bien rojiza, por la cantidad de sangre que había manchado su tocado.
-¿Me
lo suplicas? Jajajaja ¿Y te crees que suplicando no ejecutaré mi venganza? Que
poco me conoces hermanito jajajaja –
le respondió Itzcoatl “Serpiente negra”.
-Papá...
no entiendo nada. ¿Qué está pasando?
– le preguntó entre lágrimas Mazatzin a su progenitor.
Pero fue su tío, y no su padre, quien
respondió a la mocosa:
-Tu
padre es un traidor de la peor calaña. Os tiene a todos bien engañados. Pero yo
conozco su verdadero rostro – pasó de
mirar a la cría a mirar al padre de esta – Tú
me hiciste el hombre más desgraciado del mundo. Arruinaste todo lo que hermoso
en mi vida. Me convertiste en un miserable. Y hermano, he venido a devolverte
el favor - sentenció el vil hombre, con la voz cargada de odio.
“Serpiente negra” alzó la mano y a su
señal, varios de sus hombres se acercaron a las niñas Eleuia y Mazatzin, y a su
madre Jatziri, para sujetarlas. Ahora que tenía a todo su público presente, ya
podía comenzar la función. Itzcoatl acarició el rostro de su cuñada, que
intentó apartarse de él como pudo, y volvió a dirigirse al traidor de su
hermano menor.
-Lo
primero que haré será violar a tu esposa. Mancillaré su útero corriéndome
dentro, para que sea deshonrada y cruce al más allá con mi semen rezumándole de
ese coño de puta que tiene – le dijo
con maldad absoluta, pues realmente pensaba violarla y matarla.
Al escuchar eso Jatziri gritó y se
revolvió, pero estaba bien sujeta. La mujer, como sus hijas, desconocía el
secreto que mantenían su marido y su cuñado. Y no comprendía como podía llegar
su deseo de venganza hasta tal extremo. Itzcoatl “Serpiente negra” siguió
hablándole a Itzcuauhtli. Pero las amenazas del hermano mayor del jefe del poblado
arrasado no terminaban allí.
-Cuando
termine con tu esposa, violaré a Mazatzin, tu hija pequeña. Ella se convertirá
en mi consorte. Parirá mis hijos y cuidará de mis nietos cuando me haga mayor
¡Jajajaja! –
La joven “Venadito” abrió los ojos como
platos:
-Nno
puedes hacerme eso... ni si quiera terminé mi rito de madurez...– decía entre sollozos la cría de pelo rubio oscuro.
-Jajaja
ni lo vas a hacer “Venadito”. Serás mi niña-esposa por toda la eternidad
jajajajaja – respondió su malvado
tío.
Y a continuación
añadió:
-Mi
hijo Yaotl ha reclamado a la hermana mayor de mi “Venadito”, Eleuia, como suya.
¡Y será su premio por esta gran victoria! –
La pobre Eleuia miró a su primo con
terror en sus orbes castaño oscuro. Él le devolvió una mirada fría, sádica y
bicolor que le erizó todo el vello de su cuerpo.
-Itzcoatl...
hermano ¡Te lo ruego! Deja a mi familia en paz. Tu problema es conmigo, no con
ellas – suplicó “Águila blanca” y
padre de las niñas.
-No,
Itzcuauhtli. Tú deshonraste a la mía, no a mí – sentenció “Serpiente negra”.
Entonces el malvado hermano menor del
jefe de la aldea se dirigió al hombre que sujetaba a su cuñada Jatziri, y le
dijo:
-Suéltala –
El hombre así lo hizo. Jatziri salió
corriendo a abrazar a su esposo, que no podía corresponder a su abrazo por
tener los brazos clavados a la rama del árbol con esos puñales.
-Itzcuauhtli... – la mujer rubia se abrazó a él y le miró con
lágrimas en los ojos. No entendía nada de lo que estaba pasando, y eso la
aterrorizaba. Miraba con ojos celestes interrogantes a su marido, como
reclamándole en silencio el porqué de todo aquello.
-Jatziri...
amada mía. Lo siento... lo siento mucho
– sabiendo que su muerte estaba cercana, y que iban a sufrir, tanto ellos como
peor aún, sus hijas, por culpa de aquel error suyo del pasado, el jefe de la
aldea se sentía en ese momento el ser más ruin del maldito universo.
“Serpiente negra” se acercó a ellos,
pegándose a la espalda de Jatziri, y puso sus manazas sobre los protuberantes
pechos de su cuñada.
-Hmmm...
que tetas más magníficas. Se nota que has amamantado. Son grandes y turgentes.
Qué maravilla poder tocártelas por fin
–
Mientras le hablaba, Itzcoatl sobaba
enérgicamente las tetas de Jatziri, siempre mirando fijamente a los ojos a su
hermano “Águila blanca”. Comenzó a apretar su inflamada virilidad contra las
nalgas de la hembra, que no paraba de quejarse.
-¡Basta
ya! ¿¿Qué te hemos hecho para que nos trates así?? ¡¡Para, te lo ruego!! – dijo Jatziri.
El sádico Yaotl había empujado a su prima
y futura hembra, la mayor de las hermanas, contra otro de sus guerreros, que la
sujetó de manera firme, así él pudo recoger del suelo la larga lanza blanca con
plumas, que el jefe del clan Águila Blanca había dejado caer cuando fue
reducido, y fue a situarse a la espalda del jefe, amenazando con atravesarle
con ella.
-¡Cállate,
puta! ¡¡Como escuche un solo grito más mato a tu marido!! – amenazó muy
seriamente el primo sádico de peinado mohicano.
Jatziri, para evitar un mal mayor, y
creyendo que de algún modo podían encontrar la manera de solucionar aquel
malentendido que no comprendía, finalmente se dejó hacer. Bajó las manos,
tratando de alejarse un poco de su amado Águila Blanca, pero el bastardo de su
cuñado no se lo permitió.
-Ponte
como estabas abrazada a él. Quiero que vea bien de cerca cómo destrozo, humillo
y desprecio todo aquello que es más importante y querido para él. –
La madre de las niñas obedeció, y volvió
a abrazarse a su marido Itzcuauhtli, quien poco a poco, muy despacio, iba desangrándose
por sus numerosas heridas.
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